El peregrino fue a trabajar en las caballerizas de una hacienda referida por un gamonal en los valles profundos de la sierra donde quizá la naturaleza se perdía entre los árboles frondosos, los interminables sembríos y las lagos azules de la cadena montañosa. Venía de los pueblos continuos quizá rendido por las mismas costumbres y charadas que a fin de cuentas, él no se acostumbraba.
Después de presentarse al dueño y saber de lo que tenía que hacer, conoció a la familia numerosa del tal personaje, incluso a una de aquellas sobrinas que estaba de paso por aquella estancia. Ella era Clarisa, de garbosa figura y sencillez de la mirada. Él se quedó sorprendido por ella, no entendía el por qué debiera estar allí cuando su presencia no parecía coincidir con su ingenua personalidad.
Sin embargo, la mirada de Clarisa le decía mucho al peregrino que sus palabras no las podía pronunciar. Su pensamiento anhelaba lo que sentía y su silencio prefería no decirle nada y era mejor que ella no le sugiriera preguntar. A decir verdad, ella intuía el lenguaje extraño de su corazón aunque no lo conocía. Pero pasó el tiempo y el contrato del peregrino estaba pronto a expirar y él no pudo entablar una conversación real con Clarisa. Solo se vieron muchas veces pero ninguno de los dos se atrevió a dar el primer paso.
Sus ojos se lo dijeron, ella no necesitó confirmar la verdad pero tampoco sabía quién era realmente. Era ella como una poesía que se hizo canción, un llamado del lejano corazón de él hacia el de ella pero eso significó que ella nunca lo pudo escuchar. Así las cosas, él se llenó de pena y ella buscó una señal para poder hablarle y confesarle su amor, pero él solo se conformó con su recuerdo para no olvidarla.
El peregrino se marchó al día siguiente sin decir nada envuelto en una capa que fungía de un ser misterioso sabiendo que era inútil su frustrado amor porque sabía que era vano ser encontrado en su pasado porque él vivía en la soledad más grande y en el anhelo de encontrar un cariño sincero. Solo que sus palabras y su voluntad, no tuvieron el valor de demostrarlo. Clarisa por su parte, lo lloró cuando supo que se marchó y pasó mucho tiempo para poder olvidarlo.
Roque Puell López Lavalle
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