¡¡Urcututuuuuu…..urcurtutuuuuuuuuuuu….urcututuuuuuuuuuuu!!!!!!
Aquel momento y sin haberlo esperado, se rompe el profundo silencio del bosque por el canto de una lechuza del monte. Tenía solo el grillar de estos animalitos desperdigados y el misterio de la oscuridad escuchando con asombro, el cantar de esta ave que de seguro iría en busca de su presa. No era temprano, ahora la media noche se hacía presente con la negrura que la caracterizaba y según los cuentos de la selva, los momentos eran propicios para los duendes o a los animales nocturnos incluida también la carachupa o tortuga de tierra. En un espacio compartido, se podía gozar del shihuango negro, (ave) los zancudos y los citaracos sin contar a la temible cascabel luego de algunos jergones que por las lluvias podrían manifestar su presencia.
Y allí estaba yo con mi farola en mano, silbato y sin sueño, desvelado como me sentía. Sufría alergia al agua al igual que me veía enronchado por los molestos mosquitos pero hacía mi guardia como vigilante. Imperturbable en lo que podría ocurrir en las ocurrencias de una noche que amenazaba con llover por las nubes negras llevadas de un viento fuerte. Volaron mis pensamientos a las épocas en que viví estas experiencias de la naturaleza, entre ver el amanecer y el atardecer de un día con los cantos del huíshuincho, el olor de la floresta, a la madera húmeda y picante de los árboles, más algún pájaro carpintero. La diferencia eran las montañas porque no había llanuras. La misma vegetación, pero árboles más grandes, frondosos, pero igual de peligrosos como los interminables senderos.
Había tenido la experiencia de vivir allí tres años de mi vida y en ese arranque de aventura y misión, obtuve una chacrita de un campesino agobiado de deudas y con ganas de irse a su tierra. Fueron treinta hectáreas de bosque entre las vegetaciones crecidas (purmas) y selva virgen donde tomé posesión del lugar. Había una quebrada muy fría que la gente la llamaba Mananquiari o “nido de víboras” en idioma asháninca. Para llegar, tenía que caminar unos 10 km. entre las faldas de una montaña que se iba subiendo pero que se mostraba plana al comienzo pero con las irregularidades típicas de un terreno sinuoso.
Pero un buen día, cansado quizá de ir acompañado, lo confieso, pues no me gustaba la idea de estar así, decidí emprender el viaje solo. No almorcé, salí a las 11 de la mañana, mi morral estaba solo con mi botella de agua, mis botas y machete. Según yo me quedaría unas horas y luego regresaría cargado de papayas y limones. Mi instinto aventurero, me decía: ¡Tú eres el champa pecho y para ti nada hay imposible! Seguí los senderos, subí las cuestas y parecía interminable mi llegada. Pasaron los minutos y ya estaba emocionado, había llegado solo, no tenía que molestar más a nadie y fue verdad porque a pesar de la hierba ya muy crecida por la lluvia reciente, llegué sin problemas.
Cuando estuve allí me metí a la quebrada calato a descansar mi querido cuerpo y comer papayas y tomates pequeños que pude sacar de la chacrita. Hice algunos cambios además de arreglar la choza que estaba muy deteriorada. Al fin, hora de regresar. Pero no supe ni podría expresar el por qué ocurren las cosas. No pude salir de inmediato, así que recurrí al hecho de marcar árboles por los lugares que pasaba para no perderme. Pero así y todo pasaron más de cuatro horas y era evidente: Estaba extraviado y muy lejos de mi querida choza. Lo pude comprobar tristemente porque todo era igual, no había diferencias ni había espacio que pudiera reconocer. Iba a todos los lados posibles de salir pero no llegaba a ninguna parte…
El bosque se confabuló para cerrar mis ojos. Apenas lo supe, una fuerza grande de desesperación invadió mi ser y me hizo arrodillar al suelo y sólo así no pude perder mi ecuanimidad ni mi valor como persona. Pensé, oré y dije de nuevo, tendré que salir o me muero. ¡Tú me ayudas! Luego de los intentos fallidos pude hallar por fin, mi cobachita esperada. La divisé a unos 30 metros de la quebrada y corrí. Me faltaron piernas para llegar y luego me senté a la puerta agradeciendo por estar vivo sin pensar que me encontraría al levantar mi cabeza con una pantera de color gris claro que había pasado por mi lado a unos pocos metros pero no me había dado cuenta. Me levanté como un rayo a atacarla pues me habían enseñado que era la fiera o tú.
Si te huele a temor por el olor que despides eres hombre muerto. Así que gritando y blandiendo mi machete me dispuse a atacar pensando que era mi último día. No me hizo caso, gruñó y se fue como gato perseguido, es decir, con la cola levantada y paso apurado. No pude más y lloré sorprendido, rabiando, asustado también pues había acumulado mucha adrenalina sin darme cuenta. Intenté salir de nuevo pero no pude y decidí pasar la noche allí pensando que iba a dormir. No obstante, me equivoqué. Se colaron unos murciélagos (mashos) de todo tamaño por la abertura que había cerca del techo y me sentí atacado por ellos. Toda la noche con mi machete, los pude espantar porque es de esperar que te transmitan la rabia si te muerden. Pero se fueron en la madrugada.
Al fin salí de mi propia cárcel a eso de las seis de la mañana al primer intento y recordando todo lo vivido, recorrí el mismo camino enmarañado y después de algunas horas, llegué al pueblo sin ninguna novedad…
¡¡Urcututuuuuu…..urcurtutuuuuuuuuuuu….urcututuuuuuuuuuuu!!!!!!
¡Uyyyyyyyy que ocurrióóóóó! Se pasó el tiempo recordando esta anécdota. Me avisó el canto de la lechuza como si fuera un relojito. El sol empieza despuntar el día, me dice que nuestra vida comienza a escribirse de nuevo ¡Qué bonito amanecer anaranjado! ¡Qué calor se empieza a sentir! La gente empieza con sus afanes pese a que ya empieza a caminar desde las cuatro de la mañana. Volviendo a lo mío, volví al trabajo esperando mi relevo. Mis ojos se aclararon y la misma realidad me dijo que estaba allí con mis ronchas y pensamientos, que los cómplices para llegar a ésta historia fueron la soledad del monte, los olores, los animales nocturnos y el negro de la noche sin luna. Mientras, ¿Qué haremos hoy? Seguir respirando dándole gracias a Dios que todavía vives en esta tierra...
Roque Puell López Lavalle
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