martes, 25 de febrero de 2025

La calle está dura

 


 

- ¡Las cajuelas están vacías muchachos! -

- ¡Pónganlas en su sitio! -

Exclamaba el airado hacendado porque los cafetales ya habían sido bien cosechados y los mejores granos fueron escogidos para el beneplácito de todos ellos. Los trabajadores cantaban muy alegres por el buen rebusque y por las buenas ganancias que tendrían la Hacienda en el Occidente del Departamento. Esto se vio en el país de los contrastes, en el campo de las viñas y de los olivos, también pasaba en el engreído terruño de los encumbrados.

Y sin embargo, el labriego encargado, estaba como enfermo y muy callado. Era el corazón del cuarentón Amadeo, hacía mucho que le iba fallando pero de la tristeza y de la congoja. Entonces su hija y su familia, al verlo de esa manera, se sumaron prestos al carromato de las penas, al llorar mundano, a las profundas cicatrices del alma. Es que para él se aproximaba la boda del año, las fiestas del pueblo y era su hija la desposada. ¡Al fin se esperaba la inmensa fascinación de una fanfarria!

Sin embargo, ¿Qué podrían saber lo entendidos de un marrano encebollado envuelto en hojas de legumbres y especias? Nada, porque algunos están acostumbrados a la moda de lo pequeño, quizás a lo frugal y a la novedad de los sabores, pero casi no saben de pócimas de los hierberos...

Pero él emprendió su trabajo con ahínco y pidiendo un mejor sustento al dueño de la Hacienda con la garantía de un mejor resultado en aras de un mejor desempeño y en las alegrías de un simpático evento. ¿Podrían acaso no cumplirse las tareas de lo antes acordado? ¿Se acabarían las siembras y las cosechas de la Casa grande por una fiesta?? Entonces, animado, le explicó con mucha fe que las formas y los fundamentos estaban dados en más que una promesa porque eran claras las cuentas con recursos y resultados.

Entonces, Don Rudecindo, el dueño, contagiado del ánimo inicial, pudo prometer casi de inmediato con las reglas del acuerdo. Y si bien, faltaban todavía algunos ajustes, cedió ante el pedido alegremente y así se esperaba entonces, la gran boda del año.

Amadeo entonces, trabajó con no poco esfuerzo y responsabilidad. Entonces, buscó y buscó la respuesta en el contrato prometido pero era imposible encontrar a Don "Rude", porque más parecía el trámite de un recién fallecido, que un documento extraviado. Ya faltaba poco para la fecha acordada, a duras penas se conseguía la contestación pero él fielmente esperaba la promesa acordada. Ah, pero más hubo noches sin luna llena y más fueron los silencios del fantasma que nunca se sabía con certeza dónde estaba.

Así fueron decayendo los ánimos y llegando el fin de la espera, nunca apareció la figura del dueño. El labrador estaba turbado y el corazón le iba cantando la frustración. Y así, tan parco como era, con su sombrero de fieltro inclinado en la cabeza y con un cigarrillo prendido a medias, reflexionó entonces sentado entre la puerta de su casa, entre las gallinas que a pocos venían a comer de su mano:

            “Quizás en los sueños del hacendado nunca aparecieron las barbas del trabajador ni la desdicha del mendrugo en una mesa de madera vieja quemada por el sol reinante. Menos aún el sentir de una mano amiga en los días del albur. Adiós quizá al laberinto de sus decisiones o el pensar mejor de cuál sería el mejor criterio, el suyo o el mío. Pero al fin usté subió al tren del olvido, a la ventana del camino extraviado, aquél que ya no se vuelve ni aún para recordar… Tal vez la conciencia es la que no lo deja tranquilo y abrumado por los años, no sabrá qué contestar, pero mejor hubiera sido atarse una piedra de molino al cuello para que lo profundo de la laguna, se lo pudiera tragar. Mire usté: Mejor es dar la palabra que se pueda cumplir, antes que la ingratitud le invada, para no concluir”. Terminó su reflexión melancólica botando a la par de las gallinas, la colilla amorfa de su cigarrillo.

No obstante, en el otro lado de la estancia, entre los silencios de las cañadas, muy lejos, se escuchaba la voz de queja de un estribillo:

-- ¡La calle está dura! ¡La calle está dura! ¡La calle está dura! --

Le dijo la mente y la poca razón al huidizo hacendado entre las otras acusaciones sin sentido por la inconsciencia y por el dolor que experimentaba. Exclamó ido y convencido, repitiendo lo mismo el mal portado arrugando con sus manos algunas hojas secas que había arrancado nervioso de un árbol cerca de algunos matorrales.

El campesino no podía creerlo. Don "Rude" ¡Había perdido la razón! Con razón estaba no habido. Todos se habían enterado recién cuando lo encontraron maltrecho y solitario, muy distante de su casa. Pero nunca tuvo la amistad o el reconocimiento de propios y extraños porque el tiempo se encargó de hacerlo.

Más el guaso, tuvo por fin, la boda esperada. Tuvo la ayuda de la hija mayor de Don Rudecindo y sus compañeros de trabajo para el esperado evento. El recién pudo sonreír y sentirse satisfecho por su buena “suerte”.  Pero la hacienda no prosperó. Al pobre hacendado, ya recluido en su propio hogar, le habían puesto el mote de “casa - sola” por su irreversible condición. Fue algo extraño que reinara en él, un terco y engañoso sentimiento en su conciencia perdida hasta que llegó el tiempo de su propio funeral acaecido tiempo después de la boda pueblerina de la hija de Amadeo.

Fue un casamiento tan sonado y esperado que muchos la recordaron por una coincidencia fatal porque nadie pensó que las cosas del destino se iban a dar de esa manera.

Roque Puell López - Lavalle

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