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¡Las cajuelas están vacías muchachos! -
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¡Pónganlas en su sitio! -
Exclamaba
el airado hacendado porque los cafetales ya habían sido bien cosechados y los
mejores granos fueron escogidos para el beneplácito de todos ellos. Los
trabajadores cantaban muy alegres por el buen rebusque y por las buenas
ganancias que tendrían la Hacienda en el Occidente del Departamento. Esto se vio
en el país de los contrastes, en el campo de las viñas y de los olivos, también
pasaba en el engreído terruño de los encumbrados.
Y
sin embargo, el labriego encargado, estaba como enfermo y muy callado. Era el
corazón del cuarentón Amadeo, hacía mucho que le iba fallando pero de la
tristeza y de la congoja. Entonces su hija y su familia, al verlo de esa
manera, se sumaron prestos al carromato de las penas, al llorar mundano, a las
profundas cicatrices del alma. Es que para él se aproximaba la boda del año,
las fiestas del pueblo y era su hija la desposada. ¡Al fin se esperaba la
inmensa fascinación de una fanfarria!
Sin
embargo, ¿Qué podrían saber lo entendidos de un marrano encebollado envuelto en
hojas de legumbres y especias? Nada, porque algunos están acostumbrados a la
moda de lo pequeño, quizás a lo frugal y a la novedad de los sabores, pero casi
no saben de pócimas de los hierberos...
Pero
él emprendió su trabajo con ahínco y pidiendo un mejor sustento al dueño de la
Hacienda con la garantía de un mejor resultado en aras de un mejor desempeño y
en las alegrías de un simpático evento. ¿Podrían acaso no cumplirse las tareas
de lo antes acordado? ¿Se acabarían las siembras y las cosechas de la Casa
grande por una fiesta?? Entonces, animado, le explicó con mucha fe que las
formas y los fundamentos estaban dados en más que una promesa porque eran
claras las cuentas con recursos y resultados.
Entonces,
Don Rudecindo, el dueño, contagiado del ánimo inicial, pudo prometer casi de
inmediato con las reglas del acuerdo. Y si bien, faltaban todavía algunos
ajustes, cedió ante el pedido alegremente y así se esperaba entonces, la gran
boda del año.
Amadeo
entonces, trabajó con no poco esfuerzo y responsabilidad. Entonces, buscó y
buscó la respuesta en el contrato prometido pero era imposible encontrar a Don
"Rude", porque más parecía el trámite de un recién fallecido, que un
documento extraviado. Ya faltaba poco para la fecha acordada, a duras penas se
conseguía la contestación pero él fielmente esperaba la promesa acordada. Ah,
pero más hubo noches sin luna llena y más fueron los silencios del fantasma que
nunca se sabía con certeza dónde estaba.
Así
fueron decayendo los ánimos y llegando el fin de la espera, nunca apareció la
figura del dueño. El labrador estaba turbado y el corazón le iba cantando la
frustración. Y así, tan parco como era, con su sombrero de fieltro inclinado en
la cabeza y con un cigarrillo prendido a medias, reflexionó entonces sentado
entre la puerta de su casa, entre las gallinas que a pocos venían a comer de su
mano:
“Quizás
en los sueños del hacendado nunca aparecieron las barbas del trabajador ni la
desdicha del mendrugo en una mesa de madera vieja quemada por el sol reinante.
Menos aún el sentir de una mano amiga en los días del albur. Adiós quizá al
laberinto de sus decisiones o el pensar mejor de cuál sería el mejor criterio,
el suyo o el mío. Pero al fin usté subió al tren del olvido, a la ventana del
camino extraviado, aquél que ya no se vuelve ni aún para recordar… Tal vez la
conciencia es la que no lo deja tranquilo y abrumado por los años, no sabrá qué
contestar, pero mejor hubiera sido atarse una piedra de molino al cuello para
que lo profundo de la laguna, se lo pudiera tragar. Mire usté: Mejor es dar la
palabra que se pueda cumplir, antes que la ingratitud le invada, para no
concluir”. Terminó su reflexión melancólica botando a la par de las gallinas,
la colilla amorfa de su cigarrillo.
No
obstante, en el otro lado de la estancia, entre los silencios de las cañadas,
muy lejos, se escuchaba la voz de queja de un estribillo:
--
¡La calle está dura! ¡La calle está dura! ¡La calle está dura! --
Le
dijo la mente y la poca razón al huidizo hacendado entre las otras acusaciones
sin sentido por la inconsciencia y por el dolor que experimentaba. Exclamó ido
y convencido, repitiendo lo mismo el mal portado arrugando con sus manos
algunas hojas secas que había arrancado nervioso de un árbol cerca de algunos
matorrales.
El
campesino no podía creerlo. Don "Rude" ¡Había perdido la razón! Con razón
estaba no habido. Todos se habían enterado recién cuando lo encontraron
maltrecho y solitario, muy distante de su casa. Pero nunca tuvo la amistad o el
reconocimiento de propios y extraños porque el tiempo se encargó de hacerlo.
Más
el guaso, tuvo por fin, la boda esperada. Tuvo la ayuda de la hija mayor de Don
Rudecindo y sus compañeros de trabajo para el esperado evento. El recién pudo
sonreír y sentirse satisfecho por su buena “suerte”. Pero la hacienda no prosperó. Al pobre hacendado,
ya recluido en su propio hogar, le habían puesto el mote de “casa - sola” por
su irreversible condición. Fue algo extraño que reinara en él, un terco y
engañoso sentimiento en su conciencia perdida hasta que llegó el tiempo de su
propio funeral acaecido tiempo después de la boda pueblerina de la hija de
Amadeo.
Fue
un casamiento tan sonado y esperado que muchos la recordaron por una
coincidencia fatal porque nadie pensó que las cosas del destino se iban a dar
de esa manera.
Roque Puell López - Lavalle
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