En un mausoleo reposan los grandes personajes y algunas
veces, algunos renombrados del gobierno de turno. Se recuerdan las grandes acciones, las memorables batallas, las medallas adquiridas y las sonadas medias verdades por no decir ahora, las no muy pocas
majaderías que se dan en este tiempo. Se reúnen allí las familias de siempre, aquellas que quisieran recordar la vida y exaltar la insigne memoria de sus parientes. Sin
embargo, las honras fúnebres se llenan de fiesta cuando todos al unísono le
agradecen a Dios gimiendo: ¡¡Gracias Padre Santo por haberme dado a mi tío Julián!!
Pero no todos se acompañan por los apellidos y
blasones. Están los que sin tanta maraña de recuerdos y galardones de la vida,
honran a los que hicieron algo por la pobre María o por el Rigoberto calamitoso, para acabar con la misma letanía de ser siempre el foco de la piedad. Así las
cosas, pocos recuerdan al Centauro por su infinita bondad y olvidan muchos a propósito, su terca
arbitrariedad. Por eso surgen los anónimos, aquellos que no buscaron nada y ni sus descendientes supieron con quién vivían hasta el final. ¡¡Qué
contradicción!! Se buscan entonces los intereses poco comunes entre el gran
apego a la vida y el gran desprecio para seguir peleando. Salvo que existan algunas honrosas
excepciones para el beneplácito de todos pero que a trompicones, el testamento, se tuvo que abrir a la familia.
Y todo parece repetirse. En el cementerio se acabaron
las mentiras, ya la vida no tiene sentido porque el último suspiro se manifestó
temprano para no volver. La reunión será siempre la misma, los comentarios ya
están aprendidos de memoria para los abrazos y los encontrados sentimientos. Los más profanos, cuentan historias jocosas de la desgracia pero las palabras melancólicas de siempre, se relatan por el parco oficiante que siempre es el cura que espera su turno. No pueden
comprender que la mejor vida está afuera porque el mejor descanso es
no soportar las aburridas ceremonias así sean con buenas
intenciones. Sin embargo, se acabaron los lloros, las acusaciones y las malas artes porque el epitafio
resume siempre la misma historia del que siempre se portó excelentemente bien, aunque los años, nunca cambian la verdad. Y así es como se comporta siempre, la
hipocresía social.
El camino de regreso se hizo oscuro y fueron los vientos que no me dejaron ver tu
rostro pero observé que en vano llevaste las flores que compraste. La tormenta que se
avecinaba; no apagó las llamas de los cirios encendidos alrededor de los deudos como si ellas quisieran que el
misterio perdurara, más el aroma de los presentes, confirmó mis dudas. Busqué en
mis pensamientos el por qué debía entenderte y sin querer, mi esperanza despertó
porque tu rostro había cambiado. Tu emoción estaba cerca de manifestarse cuando presta te quitaste delicadamente la mantilla. Pero tú no te diste cuenta que
todo fue una quimera, que luchaste contra seres que no existían más que en tu mente y que tal vez, todo pudo haber
sido diferente si hubieras permanecido conmigo. Pero óyeme ahora mujer, tú sabías
que los muertos ya no reclaman, porque hacía mucho, se quedaron dormidos…
Roque Puell López
Lavalle
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