Año 1150 AD. Cecilia caminaba presta por el sendero para encontrarse con su amado y solo se conformó con su deseo o ir hacia el viejo embarcadero. Allí el mar la esperaba para pensar en el tiempo que no se habían visto. Eran las promesas que se hicieron en el pasado y que se asentarían en el posible regreso.
Pero el horizonte era tan incierto y la niebla era tal, que cubría toda luz y firmamento. El viento hacía lo suyo, amenazante y jugaba con ella sin control. Las dudas que venían de pronto, ya no hacían mella en su apasionado corazón. Era su desdicha manifiesta, era llorar porque no hallaba respuestas y gemir por sus sentimientos confusos todavía. Ella había cambiado y él venía de la II Cruzada de Oriente, aquella que no sabías si el amanecer era el adelanto de tu gloria o era la esperada bienvenida de los vivos.
De pronto, una silueta se divisaba entre las nubes bajas del cielo. ¿Eran ellos? No podría ser pero... ¡¡Eran las velas desplegadas de un barco!! ¡¡Era el blasón de los combatientes!! Espadas, dragón y escudo de bermellón intenso, ésa era la bandera, -sería él sin duda- decía impresionada. Tanto tiempo, tantas alegrías y desengaños, no cabría más dicha en una insignificante barcaza que mucho había esperado. Todos corrieron raudos al muelle a recibir a los que vinieron de la contienda. Valientes años fueron de separación injusta, ahora parecía que la barca iba a cobrar de una vez la afrenta.
El beso del triunfo aguardaba su turno, el deseo cautivo parecería entonces desatarse, una mirada tierna habría de acabar la espera y una larga historia habría salir de sus labios para para dormir entre los improperios del destino. Todo eso ya no lo podía esperar, mayor se hacía su semblante, inmenso era el reencuentro con el guerreo entrante. Pero trágico fue el destino, amarga era la decepción, las ilusiones perdidas fueron traspasadas por el filo silencioso de la mentira, de la despiadada verdad que una vez más confirmaba las malas noticias. Le dijeron que había muerto en las manos de una terrible emboscada y no quedó nadie vivo...
Pero unos soldados del rey, vinieron a caballo por el otro sendero del pueblo justamente cuando Cecilia apesadumbrada, dispuso retirarse. Aquellos hombres eran conducidos por un barbado Capitán. Este se adelantó al gentío que los contemplaba apeándose de su animal y se dio sin pensar, el encuentro de dos desconocidos. Se vieron de frente pero no sabían quién era cada quién. Luego, la tensión se convirtió al fin, en una emoción anunciada. El arrogante Capitán musitó su nombre. Ella sonrió desafiante y altanera pero fue locamente hacia él queriendo responder al insolente personaje. El barbado se mantuvo impasible mirándola fijamente a los ojos. Y sin más ni más, fue para estrecharse con ella en un amplio pero fuerte abrazo de emociones y esperanzas. Lágrimas rodaron por sus mejillas, ardoroso fue así, el beso de la bienvenida.
Pasado los años, el amor triunfó en diferentes momentos. Ya ancianos dejaron este mundo. El hijo mayor continuó la obra de su padre como Legislador y guerrero sofocando algunas rebeliones de su propia gente. Con la muerte de ellos, se fundaron las bases para una nueva nación que estaba centrada en la familia. Fue un nuevo vivir en aras de una esperanza, para las nuevas generaciones cimentada también en la lealtad y el amor a la Patria.
Roque
Puell López Lavalle
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