Recuerdo mis tiempos de marinero cuando estaba con mi fusil de guerra en la madrugada frente al mar. Golpeaba la brisa helada en mi rostro pero estaba muy despierto, con mi cigarrillo en la boca dejando escapar el humo como la neblina se disipa en el firmamento. Sentía como iban pasando lentamente las horas y solo escuchabas a las olas golpeando la arena. Luego el silbido del viento pensando en tu soledad, en tu tiempo, quizá en la oscuridad más densa y meditabas que estabas siendo el hombre que había cumplido sus sueños. Yo siempre quisiste estar allí pero el frío te invadía sin medida y era sentirlo como un desierto tenebroso en medio de todo y solamente sabías que tenías que seguir para enfrentarte a lo que viniera, sea bueno o de repente, malo. Así tenías que perseverar y darte cuenta que habías que cumplir fielmente, a como dé lugar, con tu deber de acuartelado.
Era la realidad que yo vivía y me alegraba de mí mismo, porque eso era el reto al silencio, al peligro y a la nada a la vez, sonreía diciéndome a mí mismo con orgullo: “Aquí estoy y qué”. Así era la soberbia de los pocos años porque recién había salido de las aulas del colegio el año anterior y ahora me enfrentaba a lo que había soñado siempre desde mi niñez, en una especie de momentos inspirados. La madrugada sombría y la poca luz de tu garita te hacía sentir pequeño pero con el arma en ristre si es que algún indeseable podría asomarse y así vivir tantas historias que se tejían en tantos meses de vigilia. Tal vez soy el mismo ahora pero con la diferencia que esta vez el Eterno está conmigo y para no creérmela tampoco, me doy cuenta que somos diferentes pero con un espíritu más fuerte.
Hoy sentado en la banca del parque próximo a mi casa, me siento así, sin nadie a mi lado pero por la niebla presente y el frío otoñal, parecía que se repetían las memorias de los navíos pero no era así. El mar estaba ausente, distante, sin qué ni por qué compararlo con el hoy, pero si estaba allí escondida la eterna pregunta de qué remembranzas te pueden traer tus años vividos. Aquilatamos y guardamos, pensamos y actuamos indiferentes o tomamos la fuerza con las manos. Pero estamos como dicen algunos “al pie del cañón”, que es una bonita frase y que pocos la dicen, pero que todos asientan afirmativamente la cabeza cuando la escucha. Recordé entonces a Amanda, mi antigua compañera y amiga de los estudios en Centroamérica, cuando en aquel tiempo pasábamos horas hablándonos o escribiéndonos. Falleció pocos años atrás y su partida la sentí mucho porque la distancia entre nuestros países no existía.
Era muy culta, bonita, “brincona y socarrona”, como le decía porque era una batalla de opiniones nuestros encuentros. Tanto aprendía yo cuando estaba en su país y tantas historias del mío, que se encontraban felices en nuestras conversaciones. Pero se fue la "patojita", ahora está feliz con el Eterno pero yo me quedé muy triste. Una vez le escribí inspirado, estas palabras: “No sé si hoy o mañana, pero no vivirás en el firmamento, no nacerás en la imaginación, será en el preciso instante que nuestros ojos puedan ver y donde nuestros labios puedan expresar, así vendrás entonces, cuando nuestro corazón nos enseñe a amar”. Y luego de algún tiempo, se fue para siempre. Volví entonces sin querer, a mis recuerdos frente al mar, al silencio de las amanecidas y haciéndome entonces la pregunta: ¿Es que acaso las horas de la pronta mañana pueden hacerte vivir las insolencias de la muerte?
Roque Puell López - Lavalle
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